viernes, 17 de mayo de 2019

Las señales


Claro, están las obvias: el semáforo, el rin tin tin de la voz, la cara de jocote; los ojos tristes, la mirada que brilla, la boquita torcida y los dedos de la mano. Hay otras más sutiles, las que vemos sin mirar, las que escuchamos sin oír, las que nos obligan a voltear la cabeza dos y tres veces porque no creemos o no entendemos; las que sentimos en los huesos o en los miedos.

Buscando un bolso, aparecen unas fotos con olor a naftalina, con el tiempo y los recuerdos amontonado en las orilla. El corazón late un poco más rápido, se siente el saludo, las voces lejanas hacen cosquillas en la piel y en el estómago. Es momento de agradecer, encender la veladora y escribir.

Poco después hay que salir al patio, las semillas de molocotón germinaron, no se rinden, quieren asentar sus raíces. Es mejor trasplantarla y buscarle espacio para que extienda la vida.  La recién sembrada maceta quiere sol, hay que reorganizar el huerto. La papaya puede hacerse a un lado y compartir un poco de luz.

Ah, pero no sólo ella se hace a un lado, la culebrilla no está de acuerdo. Le quitaron su sombra; se estira, se eleva y abre sus pequeñas fauces. Paralizada con el espectáculo, pregunto inmediatamente al experto: ¿esta criatura cómo se llama? Madre Coral, "ninia sebae", come babosas y lombrices. No les hará daño a los perros, si se acercan, saca mal olor y no la tocan, dispara para evitar cualquier culebricidio. 

Respiro más tranquila, otra señal pienso, y enseguida recuerdo las palabras del Libro sagrado que recién me compartió una amiga: "Miren que los envío como ovejas en medio de lobos: sean, pues, precavidos como la serpiente, pero sencillos como la paloma".

©sepc mayo, 2019


lunes, 15 de abril de 2019

Et voilà, les cappuccinos!


Ellas han sido amigas desde que nacieron, con apenas unas semanas de diferencia, heredaron la amistad de sus madres. A veces vestían los mismos vestidos, idea que no les hacía muy feliz, pero las clases de ballet, igual que las de francés, las hacía olvidar esos gustos de las mamás. Fueron al mismo colegio, después por la universidad, la vida y todo lo que esta trae se ven de vez en cuando.

Siempre que se reunen, en cuestión de segundos, arman el rompecabezas de sus vidas,  colocan las piezas por instinto y con pocas palabras. Así componen sus mundos y la vida continúa.

En una de esas reuniones, cuando ya casi llegaban a los cuarenta años, deciden empacar sueños, risas y las ganas de cruzar el Atlántico, celebrarían las cuatro décadas en París.

Armadas de una mochila sin fondo, una guía de viaje y ganas de conocer, caminaron por las calles parisinas. Una de esas caminatas las llevó a la puerta de la catedral de Notre Dame. Era media mañana, antes de entrar, se sentaron en un café justo frente a la lateral de la iglesia y se pusieron estudiar en su guía la historia de la catedral (nerdas dirían). 

Desde allí observaban los detalles y como buenas turistas, ni enteradas de las bondades y costo de un café en una mesa en tan preciosa banqueta, ordenan dos cappuccinos (no café au lait como dictan las buenas costumbres). Concentradas en la lectura y en el plan para conocer la catedral, las sorprende el mesero con un "et voilà, les cappuccinos!". En la mesa deja la cuenta. Se voltearon a ver y empezaron a reír como nunca, el precio era exorbitante.

Nunca olvidaron la visita a Notre Dame y ahora más de veinte años después, cuando se vuelven a ver y deciden salir de compras le dan vuelta a las etiquetas de precio y algunas veces, exclaman: "et voilà, les cappuccinos!"