domingo, 29 de abril de 2018

De conjuntos y desvaríos coincidentes


De mis clases favoritas: aquellas de números y su magia. En el camino tuve la fortuna de recibir clases de los maestros de maestros, Dr. Bernardo Morales y Dr. Eduardo Suger, entre otros. Uno de los temas que se quedaron en la cabeza y me obligaron a ver el mundo con otros ojos fue el de los conjuntos. Que si estaba vacío, que si era único, que si tenía intersecciones con otros y hasta dónde, etcétera. 

Todos tenemos ideas, unos menos, otros más, otras serán grandes, unas más pequeñas, unas serán consideradas malas, regular, buenas, muy buenas o excelente como le encantaba exclamar al Dr. Morales. Y hay otras que realmente no son importantes como insistía en recordarnos el Dr. Suger. Hasta los miembros del club de la neurona única aportan, para bien o para mal, pero aportan. El punto era pensar y aplicar lo aprendido. 

En estos años de post conflicto y de medio asomar la cabeza y tener días en que uno cree que ya, hoy sí ya salimos del agujero profundo y de pronto vemos que no, sencillamente no, regreso a los conjuntos. De mis ejercicios favoritos, un tanto «nerd» y qué me importa, es ver la vida en conjuntos. Eso me permite dibujar, dibujar pensamientos, dibujar ideas y descubrir. Descubro extremos, descubro fronteras, descubro límites y descubro infinitos—conjunto abierto—. Encuentro opuestos, encuentro disímiles y encuentro similares, parecidos y cercanos. 

Y el juego que más me apasiona es el de las intersecciones, allí radica el encanto de la teoría de conjuntos. La fusión del encuentro, la fuerza de la convergencia que le da sentido a la vida y que no disminuye en nada el área de no intersección, al contrario la hace interesante. 

Más de 20 años han pasado, la creación de conjuntos ha sido profusa, diversa y extremadamente variada, pero sin dudarlo, las intersecciones, las coincidencias son más, los encuentros son mayores. 

El truco está en respirar hondo, dar un paso atrás y observar desde otra perspectiva alejada del ego. Tal vez un paso atrás no sea suficiente para eliminar la miopía de nuestros ojos, dos o tres podrán servir, distancia prudente que elimine la visión nublada del horizonte. «Visto de cerca, nadie es normal», dice Caetano Veloso, a lo mejor tiene razón y coincidimos en esta intersección. 


©sepc 29/04/2018

jueves, 12 de abril de 2018

Allá, allá lejos

La interpretación a veces nos regala historias que podemos compartir. Esta es una de ellas.

Allá donde la vida se siente, allá donde todo está lejos de todo y se está cerca del cielo y del corazón. Allá, tan lejos, que los Cuchumatanes descansan en un abrazo en el horizonte en paisaje pintado de azules. Allí, al final del camino, a la orilla de un barranco blanco está la esperanza, allí está la escuela. 
Llegar es un viaje entre bosques, cada vez más altos en las montañas de Totonicapán. Escalamos y escalamos en el auto, la sensación de paz y quietud va en crescendo como los precipicios que van quedando atrás. A cada poco, el cielo más cerca, tan cerca que se siente como pañuelo cubriendo las cabezas de todos. Fueron tres horas de camino desde Xela, minutos más, minutos menos. No importa el tiempo, deja de transcurrir, no hay reloj para marcar bosques, silencio, paz; bosques, silencio, paz. Y el cielo, siempre más cerca, casi se puede saborear. Vueltas, subidas, bajadas, caminos pavimentados con modernidad y caminos de polvo y olvido, hasta que aparece un letrero: Acá se termina el camino. Detrás de la contundente sentencia, un pequeño campo y a la orilla del barranco sonríe la escuela. 

Un edificio modesto pero feliz: un salón grande es el aula, y un cuarto más pequeño, la oficina del Director. Minimalista no por elección, sino por realidad. Tienen lo que necesitan, y lo que quieren es lo que necesitan, el lema del joven maestro. Al frente de los salones, una galera amplia, ofrece sombra y cobijo y   convierte el espacio en un área para actividades lúdicas, salón de clase al aire libre o lugar de reuniones con los padres de familia. Tienen lo que necesitan. 

A un lado, la nueva cocina, el centro de acción de las madres de la comunidad, quiénes todos los días llegan a preparar las meriendas para los niños. Del otro lado, los tesoros: el tanque de agua recogida de la lluvia y el jardín escolar. El jardín se convierte en otra aula: siembras en formas geométricas enseñan el ciclo de vida, técnicas para otros huertos y alimentación sana. Entre el aula y la oficina del Director, el filtro de agua y un depósito de agua es el lavamanos al aire libre. 

Los estudiantes están organizados, varios niños y niñas forman el Comité de alimentación. Ellos sirven a sus demás compañeros lo que preparan con esmero y limpieza las mamás. Utilizan gorros para cubrirse el pelo y una gabacha limpia para proteger su ropa. Todos se alimentan, todos los días, un buen motivo para no perderse un día de clases. 

En el aula los pupitres pequeños, bien cuidados, tienen lo que necesitan. El profesor utiliza los libros de enseñanza en quiché y español. Reciben las clases en los dos idiomas, así como todas las materias. Estos niños lejos, tan lejos del mundo como del resto de Guatemala, son privilegiados. Son bilingües, rescatan su cultura y comen sano. Allí se cultivan sueños, ellos quieren ser doctores y ellas maestras. 

Sí, la escuela está al final del camino,  al borde del precipicio blanco y la escasez de agua es una realidad, pero la voluntad de un maestro y unos voluntarios han marcado la diferencia. Les devolvieron la esperanza por la vida con dignidad y respeto a veintitrés familias. Allá, allá muy lejos en Chuizacasiguan, tienen lo que necesitan, y lo que quieren es porque lo necesitan. 

© Silvia E. Pérez Cruz marzo, 2018