Decidimos salir de vacaciones con mi amiga Ana María; amiga desatosigada, que nos
une el cariño a los libros y la incertidumbre de la página en blanco. Partimos de vacaciones
por muchos motivos: huyendo, otras veces por curiosidad y otras para disfrutar
el encuentro con nosotros mismos. Así
fue este último viaje. Optamos por un descanso azul y encontramos que la dulzura
está en el vuelo, en el aleteo infinito de ese instante. Llegamos a un remanso
azul, un rincón a la vuelta del volcán que inhala índigo exhala tranquilidad.
Azul, allí la paz se escribe azul.
Desde la bahía en San Lucas Tolimán, el tiempo deja atrás los relojes,
guarda las horas para después. La respiración se calma, la prisa se queda en el
peaje de la carretera. Allí cerca del muelle principal hay un oasis, se llama Hotel
Tolimán. Es una tregua dentro de este caos. Llegamos sin problemas por la
carretera al Pacífico y luego hacia Patulul. Un tramo de esta carretera está algo
agujereado, pero nada que con paciencia no se pueda sortear. Los frondosos árboles: ceibas, palo blanco y
matilisgüates que acompañan el camino hacen de esta travesía un espectáculo descansado.
Disfrutamos una travesía de caminatas por el pueblo de San Lucas
Tolimán, que ofrece sorpresas en las ventanas, en sus calles, en el parque, en
el mercado y sus iglesias. Un pueblo tranquilo – al menos – esa fue la percepción. Horas de descanso,
lecturas, películas, escritura. Deliciosa y sana comida, vistas reparadoras,
azules, verdes, vuelos de colibríes y un estupendo huerto orgánico que surte al
restaurante del hotel.
Llegamos un Domingo de Ramos, eso nos hizo encontrarnos con la
celebración de la misa en la Catedral. Había tanta paz en esa plaza frente a la
iglesia, impresionante. Eran filas y filas de bancas, bancos y sillas de plástico
frente al atrio convertido en altar. Una celebración larga, y con cierre de
oro. Al final de la misa, hubo “Hora Santa” y bendición de los ramos. El
sacerdote caminó entre la multitud bendiciendo con la Custodia. Un momento
especial, de mucha luz y ceremonia.
Despertar entre la armonía del silencio de la madrugada y las aves que
avisan la salida del sol es un placer inigualable. Y para más lujo, allí está
el aroma del café para los que esperamos con ansias la nueva luz. Una hora de soledad
y tranquilidad acompañada de un azul plomo que despierta, sonríe y envuelve.
El lunes lo dedicamos a bajar las revoluciones acumuladas, el entorno
azul comienza a abrazarnos, poco a poco vamos regresando hasta completarnos. El
azul está allí, la paz está allí, esperando con los brazos abiertos. Es otro
tiempo, otros ojos, la mirada es distinta sobre el azul. El alma se alivia – se
sumerge en todos los azules – se deja llevar hasta el infinito – se desparrama
hasta tocar las orillas. Quiere sentir cada gota de agua – ya no hay diferencia
– espejo – lago – alma – alma – lago – espejo – lago – espejo – alma.
Martes, viaje a San Antonio Palopó. Salir al lago siempre es abrazarse
de más añil y refugiarse dentro de las montañas y volcanes que lo rodean. Es un
beso al alma para guardarlo cuando sea necesario recordarse de un universo
mejor. Llegamos al muelle principal en diez, quince minutos. Allí como siempre
las niñas y mujeres dan la bienvenida con la esperanza de una venta rápida o en
el peor de los casos, una limosna no tan piadosa. San Antonio Palopó es vertical.
Está prendido de la montaña, y lo corono la catedral. Una iglesia amplia, fresca,
arriba de otro montón de gradas. Impera una brisa agradable, la luz de las
velas y el aroma de plegarias con fe. Después, la visita a las fábricas de
cerámica, otros azules, con más colores: arcilla y pincel que se hace arte en
manos de mujeres y hombres del lago. No se inmutan, entre sus delgadas manos
detienen las piezas, y con paciencia y maestría les regalan colores. El horno contribuye
a quemar el arte sobre el barro. Espectacular. Regresamos felices con arcilla
azul entre las manos.
Miércoles, otro día de descanso. Nos decidimos por una caminata, combinada
con trasporte en tuc-tuc. Un joven amable nos sube por las angostas calles hasta
el parque central, el camino fácil, no brinca. Con ojos avispados y un paso
suave, vamos de venta en venta por las calles. Hoy no es día de mercado, el
ambiente es plácido y hay espacio y tiempo para mirujear por todos lados.
Ventas de cortes, calzones, sweaters, radio de transistores, palanganas, sandalias,
zapatos y cinchos. Después, toda la fruta de la estación y los pescados que aún
suspiran por regresar al lago. Encontramos las instalaciones del mercado. Un
recinto fresco, limpio. Da la bienvenida la venta de granos, chiles de todos
los sabores y colores, esponjas, cepillos, escobas y bolsos para ir de compras.
Regresamos para otra tarde de piscina, lectura, siesta, té de menta piperita o
manzanilla recién cortado del huerto y endulzado con miel de abejas.
Las cenas desde la terraza del restaurante o desde el comedor con
chimenea eran un deleite al paladar. Más lechugas de todos formas y colores,
aderezados con el toque ideal de vinagre y aceite. Vino, refresco o cerveza
dependiendo el ánimo o antojo. Y la infaltable amabilidad de Juan, Leonel y todos los meseros.
El jueves fue el día destinado para el retorno. Un regreso fácil igual
que toda la vacación. Nos despedimos con la certeza del regreso y que esa bahía
azul estará allí cuantas veces lo necesite el alma.
Y por esto, tengo, hoy. No hay más. Atrás, otros tiempos, otros viajes,
otros vericuetos, otros días, otros azules. Tengo hoy, estos azules. Mañana podrá
estar a la vuelta del reloj. Llegará, conmigo o sin mí y otros azules. Hoy, tengo,
guardo y agradezco entre el corazón y el alma, está vacación azul, mi regalo de
60 años.
Silvia E.
Pérez Cruz
San Lucas
Tolimán, Solololá, Guatemala
Marzo, 2018
Relajada y bella narración que nos sumerge en los azules del ambiente. Gracias Silvia por compartir tu sentir perseptivo y relajado. Gloria en los cielos.
ResponderEliminar