Desde la ventana
Cartas van, cartas vienen, y en el aire se detienen era la adivinanza
para entretenerse. No sé si los niños todavía disfrutan de juegos tan simples
como imaginar cartas volando para convertirlas en nubes, se me pellizca un poco la vida cuando pienso que no conocen qué es una carta o un sello postal. Y la misma tristeza me invade cuando imagino
que hay tantos trozos de vida atrapados en una hoja de papel dentro de un sobre
que se están apilando sin esperanza en el antiguo Edificio de Correos.
Desde mayo hemos dejado de esperar esa carta que anuncia una visita,
alguna alegría, una cuenta pendiente, tres tristezas o la noticia sorpresa que
el hijo retornará para celebrar Navidad; o tal vez la inmensa dicha que
nacieron los gemelos allá lejos donde el viento es muy frío desde hace meses. Y
qué será del alma que no se entera que la abuela falleció allá en Huehuetenango,
esperando algunas palabras de consuelo de los nietos que no ve por años. Y la
invitación a la boda, en dónde hicieron falta tantos amigos y parientes, porque
el cartero sigue con las manos vacías.
Pero tal vez la historia que me da vueltas en la cabeza desde hace
varios meses es la de Jimena, aquella joven que con tanta dificultad abandonó
su pueblo, sin hablar español, mucho menos inglés y se abrió paso a golpes,
golpes de sacrificio, esfuerzo, sudor, traiciones, jornadas intensas, falsas
promesas y un clima totalmente desconocido, en donde los días se encogen porque
tienen frío y el sol desaparece temprano por la tarde del susto y como por arte
de magia, cuando hace calor se resiste a irse a dormir y estira la luz hasta
muy tarde por la noche. Ella estaba emocionada porque después de muchos años,
escribió de su puño y letra una carta a sus padres, contándoles que ya no
necesita pagar para que alguien les mande noticias. Está feliz de haber
comprado hermosas hojas de papel y lapiceros llenos de tinta para relatarles
que allá en el Norte, la vida es otra – tan difícil o tanto más como la de su
pueblo – pero es otra. Les dijo que viaja en bus a la escuela y al trabajo, que
sus patrones, los dueños del restaurante griego son amables y querendones, la
comida que venden es extraña, pero ya le encontró la gracia. Les explicó que en
la escuela tiene amigos que hablan divertido, a unos les entiende a otros no, y
eso que algunos dicen que también hablan castellano. Les contó también que vive
en un lugar pequeño, tiene que subir muchas gradas para llegar a él, queda en
lo alto de una casa; aquí las casas las ponen una encima de otra les dijo. Comparte
el hogar con dos amigas y entre las tres compraron un gato, eso hacen aquí las
personas, les escribió. Fueron hojas y hojas dibujadas con letras ilusionadas y
redondas. Ella sabe que sus padres no pueden leer ni escribir, pero don Ambrosio
el vecino, sí sabe. Él les leerá la carta. La lleva a la oficina de correos y
le tiembla el pulso de emoción al pegar las estampillas. Pronto sus padres se podrán
sentirse muy orgullosos de su hija que les manda cartas escritas por ella.
Con lo que no contaba Jimena era que el servicio de correo en Guatemala está
cancelado desde hace varias lunas. Allí están el montón de costales llorando
contra la ventana, tienen atrapados deseos, avisos, lágrimas, ilusiones, agonías,
nacimientos, bodas, bautizos, cobros, pagos, abrazos, besos, despedidas,
fotografías y otro montón de palabras ocultas en el corazón.
Guatemala, 12 de diciembre de 2016
© Todos los derechos reservados.
Fotografia de Vania Vargas.
me ha encantado tu relato, al que el giro atroz y melancólico no le quita en nada lo bello... Un abrazo fuerte poetisa...
ResponderEliminarGracias Francisco. Aprecio mucho que te guste este relato, triste realidad: un país sin correo. Otro abrazo para ti.
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